Vincent Van Gogh fue y será uno de los pintores más talentosos y enigmáticos en la historia del arte. En su vida solo vendió un cuadro y constantemente visitaba psiquiatras que después pintaba. El gran amor que tenía por su hermano ha sido clave en cómo entender al holandés. Si el año 2017 se estrenó Loving Vincent y nos encantó, esta vez bajo la dirección de Julian Schnabel (La Escafandra y la Mariposa) tenemos a Willem Dafoe bajo la piel del autor de Los girasoles.
Al momento de comenzar la película, es Vincent quien habla para sí mismo. Diálogos que reflejan la soledad y el sentirse marginado de la sociedad. No es difícil empatizar desde la primera línea, a lo largo de la cinta habrá más monólogos cortos que irán marcando los cambios que sufre el artista.
Willem Dafoe desprende un arrojo y talento innato, tan conmovedor como dramático. La forma en que interpreta a Van Gogh permite entender cómo fue incomprendido y ridiculizado. Las preguntas que le hace Paul Gauguin (personificado por un sobrio Oscar Isaac), son las mismas que se ha hecho el mundo tras su muerte. Dafoe es visceral, su compleja representación se encandila con cada encuentro con la naturaleza y con cada conflicto humano.
El uso de cámara en mano y cambios de tono en posproducción, hacen entrever un viaje invasivo a la mente del pintor. Lo brusco e incómodo que pueda llegar a ser, solo nos acerca un poco al contraste del neerlandés; caos y maravilla. Sin uno, no existe el otro. Como la forma en que pintaba, cada pincelada era golpe de su genio, aunque por fuera se viese desquiciado.
Van Gogh en la puerta de la eternidad consigue imaginar cómo él habría visto el mundo cuando se encontraba vivo. No es posible quitar el halo permanente de desconsuelo, es una sensación inmersa en Dafoe, que aún después de terminar el filme, la impresión se mantiene. Así como existen obras que dejan a uno saliendo con alegría de la sala del cine, esta pieza causa un efecto diferente, es más bien un sentimiento de impotencia y pérdida.
Por Constanza Lobos
