Existen ocasiones donde al salir de la sala de cine, pasando por las butacas, uno siente una calidez en el interior. Una sensación embriagadora de alegría, que es únicamente provocada por lo que acabamos de ver y que – si tenemos suerte – nos acompaña más allá de la puerta de salida.
Con Lady Bird ocurre esto. Una historia sencilla sobre una joven en su último año de secundaria, en un colegio católico. Su vida transcurre en Sacramento, un lugar – según ella – donde no está la gente interesante. Lady Bird, intenta ser honesta consigo misma, mientras divide su tiempo entre su familia y la típica vida social de la edad.
La genialidad y hazaña de Greta Gerwig, quien por primera vez dirige y escribe una película, es por cómo logra rescatar elementos familiares como las ganas de ser alguien en la vida, conflictos familiares y la ciudad donde hay casas bonitas, y otras al lado equivocado de las vías del tren.
Es el guion el que logra articular de manera elocuente y eficaz una historia común que posee momentos que asombran por su profundidad y realismo. Personajes entrañables que son interpretados con tal apremio, que dejamos de recordar que son actores y no personajes. Una suspicaz e ingeniosa Saoirse Ronan, nos brinda a Lady Bird, con una empatía insuperable.
Cuando Lady Bird tiene su primer amor, se siente y se ve genuino. Todos partimos con una vida sencilla, sea con más o menos recursos, que comienza con nuestra familia, el primer amigo y las ganas de salir del hogar para comenzar nuestras vidas.
Es un filme – a mi parecer – especialmente dedicado a todos los que un día quisimos (o seguimos), soñando con el mañana. Un relato con un notable cariño hacia la relación madre e hija, con decirles que vi esta película con mi mamá y que al final me preguntó si nosotras peleábamos como Lady Bird y su madre, eso logró que nos riéramos y apreciáramos lo que vivimos juntas.
Por Constanza Lobos