Pocos son los directores de avanzada edad que siguen ejerciendo su arte. De ellos, Woody Allen debe ser el más reconocible de todos, ya sea por las grandes obras que acarrea su legado, o bien por las polémicas en las que ha estado involucrado, especialmente ahora y en años anteriores; pero eso es harina de otro costal.
Hablo de Woody Allen porque hoy llega a nuestras salas La Rueda de la Maravilla, su más reciente trabajo donde nos contará un romance protagonizado por Kate Winslet, Justin Timberlake y Juno Temple, ambientado en el parque de diversiones de Coney Island en los años cincuenta.
La Rueda de la Maravilla nos presenta un bello retrato visual de la época en la que está situada la historia, con una cinematografía deslumbrante, de aspecto muy natural cuando debe serlo y un diseño de producción meticulosamente armado. Esto no es de extrañar, pues el encargado de la fotografía es el legendario Vittorio Storaro, tres veces ganador del Óscar a mejor cinematografía, uno de ellos por Apocalypse Now.
Para mi propio pesar, por mucho que el aspecto visual de una película sea de primer nivel, o tenga un encantador reparto, si no hay una historia sólida detrás, el filme no va a estar a la altura. Menos aún a la altura de un director que nos ha dado películas como Annie Hall o Medianoche en París.
Sí, Kate Winslet hace un estupendo trabajo (y en general los demás también), sin embargo su personaje está construido como un plano estereotipo de mujer de los cincuenta con aspiraciones y anhelos, pero atrapada en su indeseable realidad. Un cliché digno de una película de aquellos años. Lo mismo sucede con el resto de los personajes y la historia, que pareciera haber sido escrita sin dar muchas vueltas, con mucho melodrama y exageraciones y que no logra realmente juntar y cerrar todo de buena manera al final.
A fin de cuentas, La Rueda de la Maravilla es una película que queda corta en esos aspectos que Allen por lo general ha sabido manejar de buena manera, pero que compensa con su despampanante visualidad y puesta en escena.
Por José A. Pino