¿Qué tan difícil es adaptar una obra tan fundamental como Ghost in the Shell?. En un momento crítico por lo que está haciendo la industria con los live-action (Disney, obviamente) acá nos llega un clásico de la animación japonesa moldeado por la siempre cuestionable mano hollywoodense. Digo cuestionable porque más allá de las buenas intenciones en toda su propuesta visual, la película falla donde no debía fallar, y no se trata de faltarle el respeto a la original por cambiar ciertos aspectos del guión, por el contrario, una suerte de aterrizaje de conceptos de otra época y cultura al cine estadounidense tenía buenas opciones de relucir aún más lo alucinante de esta franquicia, y quedarse a medio camino para satisfacer a una audiencia más simplista le quita gran parte de los méritos a su propia propuesta. Eso no significa que esta nueva versión carezca de total trasfondo, la intención de hablar de algo trascendente se remarca y añade nuevas aristas que buscan satisfacer al público desde una mirada cercana al sentir de la protagonista, pero entrar a compararlo con las sutilezas de una obra tan maestra como la de Mamoru Oshii puede ser el gran balde de agua fría a la hora de evaluar esta nueva Ghost in The Shell, un decente pero insuficiente intento por sellar una de las influencias más grandes que tiene la ciencia ficción de hoy en día.
Un texto introductorio a la película nos contextualiza la trama, nos habla de un mundo futurista en donde se ha comenzado a implantar la mente de humanos en cuerpos de metal, y el uso que le darán los gobiernos a esta tecnología quedará de manifiesto al conocer a Mayor (Scarlett Johansson), la protagonista y primera de su especie. Bastó ese énfasis en explicar de manera textual estos detalles para empezar a percatarme de que las grandes diferencias que están por venir, y no precisamente en un buen sentido. Para explicarlo, debo entrar a la base de que se hace muy difícil separar la comparativa de las expectativas con la adaptación a la película en sí misma, pero en este caso es necesario, ya que Ghost in The Shell pese a tener un objetivo claro y medido en audiencia, se aferra a fuertes conceptos que no es capaz de desarrollar. Una historia que involucra temáticas como la identidad, la soledad, el género, la creación del alma y un reflejo potente a la unión humana es algo grande, muy grande para ser vendido. Por eso no sorprende lo mal que se resuelve a unos protagonistas que necesitaban de algo más que peras y manzanas para ser quienes debían ser, una esclarecedora forma de demostrar el crecimiento de un guión complejo en sus bases y tremendamente básico en su ejecución.
Scarlett Johansson es el principal punto de atención al hablar de estas dificultades, y es que pese a sus indiscutibles atributos físicos que dan correctamente con el personaje, hay una actitud que le quita profundidad y credibilidad a sus motivaciones. Su paso por la narrativa busca ser una historia de orígenes y autoconocimiento, pero se vuelve predecible, alejándose mucho de demostrar el verdadero peso de su “ghost”. La relación con Batou (Pilou Asbæk), su eterno compañero de labores es igual de desaprovechada al darle una lectura muy funcional e intrascendente. Pero lo más desmotivante por lejos es su contraparte, ya que el supuesto villano invisible que le da el verdadero sentido a la película original acá se desdibuja totalmente. La relación entre estos personajes debía ser la excusa para la existencia de esta adaptación, y un complemento planteado desde lo que ambos necesitan no tiene un final satisfactorio, al contrario. El tema de estereotipar buenos y malos siempre permite que hayan giros notables, el problema aparece con esa manía por exagerar en lo literal, donde el rol del espectador se reduce a aplaudir los efectos especiales y a simpatizar con una actriz híper cotizada por los medios. Ahora, estos defectos vienen más como un problema de timidez al expresar las ideas, porque Ghost in the Shell se mantiene como una película consecuente a sus necesidades. No hay un exceso de vicios, la adaptación de ciertos detalles narrativos ligados a la cultura japonesa son correctos, más aún lo fiel que se representa desde la vista a personajes como Batou, y buscar un equilibrio entre un ritmo muy contemplativo de la belleza visual a escenas rápidas y cargadas de acción funciona bastante bien.
Es cierto, la falta de profundización en cada temática que pone por delante se vuelve bastante decepcionante, pero siguen allí. La película debía estar en muy malas manos como para que esta adaptación fuera totalmente vacía, y Rupert Sanders es capaz de hollywoodisarla en un lenguaje superficial pero conocido, sin una cohesión con el guion pero llevando las capacidades visuales hasta el nivel que todos soñamos al imaginar un live-action. Los detalles artísticos, los efectos del traje, o planos en cámara lenta y calcados de la película original, hay mucho deleite para los más aficionados a este tipo de cosas, y si hay un aspecto por el que recomendaría esta película es ese (y sólo ese). Es triste una nueva oportunidad fallida al adaptar una obra sobresaliente, aunque si vemos nuestra cartelera no debe sorprender a nadie. Aún así, viene siendo momento para hacer una pausa y percatarnos que siempre existe una nueva oportunidad para exigir algo mejor, porque ya lo han escuchado, probablemente Akira sea la siguiente.
Por Andrés Leiva