En algún momento de nuestras vidas todos hemos visto o escuchado sobre Tiburón, la clásica de Steven Spielberg del ’75 que dejó a todos con miedo de meterse al mar por un buen tiempo. En pocas palabras, la película trataba de un tiburón blanco gigante que se comía a la gente en las playas de Amity Island. Y después de esta, miles de películas y documentales que utilizan al gran blanco para asustar: un devorador de piernas que deja ríos de sangre en el océano. Ríos que, obviamente, atraen a otros tiburones blancos y así sigue.
Esta es la expectativa con la que se llega a A 47 metros –o con su título original en inglés, 47 meters down, que se traduce algo así como “A 47 metros de profundidad” o “A 47 metros”, el cual quizás habría sido un título más sugerente. Eso más o menos propone el tráiler: Dos chicas guapas que van a México a una isla turística y en un acto completamente imprudente se meten en una jaula para ver tiburones blancos que se cae… a 47 metros de profundidad… en un mar infestado de tiburones. Todos vemos a dónde va esto: gente muerta, brazos arrancados, heridas sangrantes y mujeres guapas en bikini gritando.
En un principio, la película va con esa expectativa (Esto es sin spoilers!). Empieza en una isla paradisíaca de México, donde todos los mexicanos hablan un inglés perfecto y un español agringado, dos mujeres guapas, se emborrachan, deciden hacer algo loco y toman la decisión que todos estamos esperando: ir a meterse en un bote de mala muerte por 100 dólares a un mar infestado de tiburones blancos (con todo y letrero pintado con un dibujo de tiburón). Y después, tal como todo el sentido de la película manda, se rompe la cadena de la jaula y caen... a 47 metros.
Pero aquí empieza la genialidad de la película: los tiburones tienen apariciones esporádicas. Así que nunca sabes si van a aparecer ni cuándo ni dónde. De “ah, yo ya sé que viene” se pasa automáticamente a “por favor, no aparezcas ahora”. Se logra crear empatía con las dos personajes principales, mientras el oxígeno se empieza a acabar y el mar es todo oscuro. Pequeños gritos y las manos apretadas en los bordes del asiento del cine. Se agradece el dar un giro distinto a las historias de tiburones y jugar con lo que realmente aterra: la incertidumbre y la vulnerabilidad. Lo desconocido, en otras palabras. Además, tiene un final de aquellos (y lo dejamos hasta ahí).
¡Vayan a verla! No es una obra maestra, pero es buena en su género. Un poco predecible (¿qué película del terror no lo es?), un poco floja al comienzo, los actores no son particularmente buenos y el español mexicano deja mucho que desear (y eso como hablante latino es un gran turn off), pero desde que se cae la jaula es una montaña rusa emocional. Una montaña rusa emocional encima de grandes tiburones blancos.
Por Adriana Villamizar