Ari Aster, director de la gran Hereditary (conocida por estos lados como El legado del diablo), vuelve con su segundo largometraje, Midsommar. En esta película, Aster nos va a demostrar que no se necesita acompañar la historia de escenarios oscuros o nocturnos para construir una perturbadora pesadilla.
La historia trata de Dani, que para alejarse de una reciente tragedia, viaja con su novio Christian y los amigos de este a Suecia, para asistir a una celebración cultural dentro de una enclaustrada comunidad y que sólo ocurre cada noventa años.
Como es la fiesta que celebra el solsticio de verano, gran parte de la película transcurre durante el día, eso hace que quizá te preguntes como es que una película de terror pretende asustarnos si pasa casi entera a plena luz de día. Lo que pasa es que Midsommar no es una película de terror. Sí, tiene escenas muy fuertes y perturbadoras, pero lo más seguro es que no te asuste, no al menos en el sentido tradicional del género.
Midsommar, es en el fondo, una película sobre una relación en decadencia. Todo en la película, la comunidad de Harga, las festividades y los horrores, está al servicio de ver cómo la relación de Dani y Christian va pudriéndose poco a poco. Pero eso no es todo, porque detrás de Midsommar se encuentran un sinfín de elementos que enriquecen la experiencia de ver este filme. El nivel de detalles puesto en la construcción de mundo, las tradiciones de la comunidad, los vestuarios, las escenografías y los diminutos detalles que van develando poco a poco la siniestra trama de la película hacen que Ari Aster nos muestre por qué con sólo dos películas en su historial, es un talento que vale la pena conocer.
Por supuesto, es necesario decir que Midsommar no es una película que debe tomarse a la ligera. Si buscas lo que ofrece una película de terror convencional, probablemente salgas decepcionado. Y es que Midsommar exige la absoluta y total atención de su audiencia. Si se la das, la película te recompensa con unas macabras dos horas y media de una experiencia como pocas.
Por José Andrés Pino
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