¿Quién no ha escuchado de la recién fundada ciudad de Antofalombia? Bueno, como que recién fundada tampoco la migración colombiana ya lleva sus años de auge. Poco a poco las no-tan blancas calles de lo que fuera otrora Antofagasta se han ido tupiendo de un cálido negro caribe. Un negro oscuro que viajó por tierra desde las tierras de Simón Bolívar (y no me refiero a la calle), pasando frío y hambre, para llegar a vivir en los cerros que ven el mar como desde un acantilado (literal). Así, un negro bien berraco. Con B grande (o larga, como se dice en Chile).
Jean es un muchacho negro (no afro, no afroamericano. Sin eufemismos: negro) que llegó con su familia por tierra a Antofagasta para buscar una nueva vida y huir de la violencia –símbolo nacional colombiano en el libro. Ciudad Berraca empieza un poco antes de la llegada de la familia de cinco (dos niños, una bebé, padre y madre) a las secas tierras del norte chileno. Esas mismas secas tierras europeas, sin pasto, donde un plátano (no oriental abc1), una verdadera mata de plátano, creció en medio de una plaza por obra y gracia de los colombas y que pasaron ahora a ser un país bananero tercermundista. ¿O no que es una imagen genial? Esa idea no es mía; es el calibre del libro. Una maravilla en metáforas.
Jean y sus padres logran conseguir una casa en una población, préstamo de la Iglesia, porque le contaban a todo el mundo que la niña pequeña tenía una bala en la cabeza porque, en Ciudad Berraca, la lástima es una moneda de cambio con las religiones y la autoridad. Lo mismo que lo es el exotismo: cuando es imposible que te acepten, siempre puedes convertirte en mascota. Porque desde la casa del cerro, Jean podía observar los condominios no poblacionales para los cuales –después- querrá trabajar y para cuyos habitantes llegará a ser “un negrito bueno”.
Nada. El libro es una crítica a la crisis migratoria, pero no lo aborda desde la perspectiva tradicional del problema sanitario –que es real- ni de la falta de educación suficiente –que también es real- ni de la forma tradicional en que se cree que se discrimina racial y socialmente a los inmigrantes. Lo aborda analizando cómo la autopercepción limita a las personas en un ambiente hostil que solo quiere quebrarlos (sí, quebrarlos) para mantenerlos dentro de sus límites: en la población, en la frutería, en cualquier sitio donde se ponen a los extranjeros, los negros y los pobres. Más aún a los extranjeros negros pobres.
Como colombiana, me parece particularmente entretenido que Rodrigo Ramos utilice algunas palabras colombianas y las mezcle con (inconfundibles e inevitables) chilenismos. Quizás normalizados porque el idioma es una forma de expresión. El incluir estas palabras refuerza el sentido mismo de libro: visibilizar el surgimiento una identidad renegada. Una identidad mestiza. Antofalombia como parte del subconsciente colectivo.
Por Adriana Villamizar
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