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7/26/18

[Reseña cine] A la Deriva: Un mar de lágrimas

¡Amigas y amigos amantes de Yo antes de ti, El diario de Noa, 500 días con ella, El Lado bueno de las cosas y, bueno, ya saben a qué me refiero! Llegó el esperadísimo estreno de A la Deriva, una película para llorar y sufrir con infinito amor ¿Y lo mejor (peor, mucho peor) de todo? Está basada en hechos reales (Sí, peor porque ¡pasó!).


Tami (Shailene Woodley) y Richard (Sam Claflin) se conocieron en Tahiti y sus espíritus se descubrieron como si se hubieran esperado desde siempre. Ambos dos almas ansiosas de fundirse con la naturaleza y viajar por el mundo. Richard tiene un velero construido por sus propias manos y en el que ha recorrido muchos mares. Tami lleva cinco años “on the road” y poca experiencia de navegación.

Esta ansia de aventuras los lleva al centro del Huracán Raymond. Además de la magia del encuentro de dos almas que estaban destinadas una para otra, A la Deriva cuenta la historia de dos amantes que naufragan en medio del océano Atlántico, lejos de toda ruta pesquera o vuelo comercial, al intentar llegar a Estados Unidos mientras transportan un velero.

¿Reír? A veces. Es imposible no sonreír con Sam Claflin en la pantalla. Imposible. Incluso cuando sabes que va a pasar algo terrible. No hay forma. ¿Estrés? 6 de 10. A veces es un poco predecible, pero es como de esos viajes que uno disfruta por el hecho de estar viajando y no por llegar (lo que resulta, en realidad, un mal chiste porque… bueno, naufragan). Pero sí, peca en lo predecible. Vale la pena, de todos modos: es buena en su género. Les quito un poco de tensión diciéndoles que no hay tiburones. Repito: No hay tiburones. Yo me pasé la mitad de las escenas en el agua esperando uno. No pasó. Así que tranqui. ¿Llorar? Sí. Llorar y llorar.

Pero llorar del bonito. Llorar porque logras una conexión con el sufrimiento psicológico que significa querer salvar a quien amas más en el mundo, pero sentirte completamente impotente al respecto porque el mar es implacable. Porque la vida en sí misma es implacable y así como te hace encontrar, te hace perder.


No hay mucho más que decir. Es una película de amor “como las de antes”. Sin escenas para adultos (si es que “estar en medio del mar sin agua ni comida” puede llamarse “no de adultos”, pero saben a lo que me refiero: apto para todas las edades como Titanic); con mucho amor inexplicable. Es, a fin de cuentas, una odisea: cruzar el océano sin aparatos electrónicos, apostando a una posibilidad en un millón; encontrar el amor de tu vida al otro lado del mundo; tropezar con uno de los huracanes más terribles de la historia; vivir para contarla.


Por Adriana Villamizar

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