Un grupo de jóvenes ABC1 que buscan una escapatoria a su realidad a través de la droga. Mucha droga. Mucho alcohol y droga otra vez. En ese grupo, Lucas (Armin Felmer). Lucas es el mayor de dos hermanos. Su personalidad retraída y sus problemas comunicacionales lo convierten en una bomba de tiempo: Dead candi es el paso a paso de la explosión. Por otra parte, Elías (Nicolás Durán), hermano menor de Lucas, es su completo opuesto: extrovertido e impulsivo, funciona como el gatillo que detona una serie de acontecimientos enfermizos que se encadenan de forma tal que todo se pudre. El trío se completa con Maca (María Olga Matte), polola de Elías que le tiene ganas a Lucas (o que Lucas le tiene ganas) y encargada de transparentar la motivación de todos: escapar de la realidad cuica y plástica en la que se insertan.
El fondo, probablemente, es visibilizar un escenario normalizado de la sociedad: las drogas en el sector alto. Todo es muy tranqui’ y normal hasta que empieza a salir mal. Su volaita’ junto a la fogata; su copete loco en la noche; su bajón en la mañana. Luego, empieza a escalar. Y la planta de consumo personal crece. Y una droga lleva a otra más fuerte. Y de consumidor se vuelve productor. El Dead candi no deja pensar bien. Es el vórtice del desastre. Entonces, caca. Mucha caca.
La carga simbólica es muy grande. La película en sí misma es como debería ser un mal viaje: la fotografía es medio psicodélica y al final duele la cabeza. El diálogo es sumamente escaso (salvo los insultos de Elías) porque Lucas, que es quien lleva la trama, prácticamente no habla. Incluso la película se podría llevar sin voz alguna si no fuera porque la música contribuye a la sensación de estar en otro mundo. No obstante, el diálogo está escogido de modo tal que marque puntos álgidos en la narrativa.
¿Entre verla y no verla? Recomiendo verla. No es un película comercial. Es un trabajo concienzudo e intencionado. Cada luz tiene un sentido dentro de la pantalla. Es extraño encontrar una obra donde las palabras no sean el centro, sino un accesorio más a la estética del trabajo. Y aún más, que la estética en sí misma sea una herramienta de crítica porque te hace sentir mal: la caña moral, el golpe de frente con una realidad normalizada y por normalizada, omitida. Es extraña, interesante y engancha. Repito: no es una película comercial. Es una pieza de arte que debe ser experimentada en su género y con el pensamiento que ningún arte es inocente. Es la interpretación de una escapatoria a una sociedad podrida.
Por Adriana Villamizar
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