Hace años que no se veían, y la última vez que lo hicieron fue bajo el contexto de alumna y maestro.
Comían lo mismo, bebían lo mismo y solían frecuentar los mismos lugares: ella consideraba que a sus treinta y ocho años ya no era importante hablar de amor, incluso, a estas alturas agradecía que su familia no le tocase el tema del matrimonio y el exceso de trabajo. Él, con más de 70 años, un hijo de casi cincuenta y un matrimonio fallido que acabó con su esposa abandonándolo lo ha hecho refugiarse en la soledad de su hogar entre periódicos y un sinfín de cosas inútiles, como teteras y pilas en desuso.
Kawakami relata en “El cielo es azul, la tierra blanca” cómo el amor llega a la vida de los protagonistas en el momento en que menos lo esperan y de la mano de la persona que menos imaginaron.
El lugar de encuentro casi siempre es el mismo: una taberna. Sin embargo, fuera de ella Tsukiko y el maestro Matsumoto siguen pensando en ellos, aún disgustados siguen atentos a que bebe, come y hace el otro y de esta forma se crea una amistad basada en gustos afines, pero que culmina en una historia de amor fuera de lo común. Que a pesar de la gran diferencia de edad entre ambos no cae en clichés, no es un amor platónico que logra concretarse, es un amor que los protagonistas generan y exponen de a poco, sobrepasando no solo la barrera de la edad, sino que también la cultural.
La novela invita al lector a conocer una historia fuera de lo habitual, que se desarrolla en un país conservador y lleno de tradiciones. Cada capítulo invita a querer saber más sobre este culto profesor y su ex alumna poco aplicada en los estudios. Hiromi Kawakami el 2001 fue merecedora del Premio Tanizaki gracias a dicha historia, que además, fue llevada a la pantalla grande tras el éxito obtenido con el libro.
Por Grace Aravena
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